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Quinto Mandamiento

El Antiguo Testamento consideró siempre la sangre como un signo sagrado de la vida.  La validez de esta enseñanza es para todos los tiempos.

La Escritura precisa lo que el quinto mandamiento prohíbe: «No quites la vida del inocente y justo» (Ex 23, 7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador.   La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes. 

En el Sermón de la Montaña, el Señor recuerda el precepto: «No matarás» (Mt 5,21), y añade el rechazo absoluto de la ira, del odio y de la venganza. Más aún, Cristo exige a sus discípulos presentar la otra mejilla,  amar a los enemigos.   El mismo no se defendió y dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina en legítima defensa,

La legítima defensa de las personas y las sociedades no es una excepción a la prohibición de la muerte del inocente que constituye el homicidio voluntario. «La acción de defenderse puede entrañar un doble efecto: el uno es la conservación de la propia vida; el otro, la muerte del agresor... solamente es querido el uno; el otro, no».

El amor a si mismo constituye  un principio fundamental de la moralidad. Es, por tanto, legítimo hacer respetar el propio derecho a la vida.  El que defiende su vida no es culpable de homicidio, incluso cuando se ve obligado a asestar a su agresor un golpe mortal:  Si para defenderse se ejerce una violencia mayor que la necesaria, se trataría de una acción ilícita. Pero si se rechaza la violencia en forma mesurada, la acción seria lícita... y no es necesario para la salvación que se omita este acto de protección mesurada a fin de evitar matar al otro. pues es mayor la obligación que se tiene de velar por la propia vida que por la de otro.   La legítima defensa puede ser no solamente un derecho. sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad.

La preservación del bien común de la sociedad exige colocar al agresor en estado de no poder causar perjuicio. Por este motivo la enseñanza tradicional de la Iglesia ha reconocido el justo fundamento del derecho y deber de la legitima autoridad pública para aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito, sin excluir. en casos de extrema gravedad,  el recurso a la pena de muerte. Por motivos análogos quienes poseen la autoridad tienen el derecho de rechazar por medio de las armas a los agresores de la sociedad que tienen a su cargo.

Las penas  tienen como primer efecto el de compensar el desorden introducido por la falta. Cuando la pena es aceptada voluntariamente por el culpable, tiene un valor de expiaci6n.  La pena tiene como efecto, además, preservar el orden público y la seguridad de las personas. Finalmente, tiene también un valor medicinal, puesto que debe en la medida de lo posible  contribuir a la enmienda del culpable.

Si los medios incruentos bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él el orden público y la seguridad de las personas. en tal caso la autoridad se limitará a emplear solo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana.

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