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Los milagros y la fe

Y aquí debemos señalar las relaciones entre la fe y el milagro.
Los milagros son signos que acreditan el origen divino de Cristo y de su misión y doctrina. Dentro de esa dinámica despiertan en el hombre la docilidad que debe a Dios y lo abren a la acción de su gracia salvadora.

¿Hace falta advertir que -así y todo- el milagro no produce automáticamente una opción de fe? Está claro en los evangelios. Muchos que presenciaban los milagros de Jesús o sabían de ellos no se dejaban cuestionar cerraban su corazón, los impugnaban, e incluso los atribuían a poderes demoníacos. El propio Jesús les reprochaba esa dureza espiritual (Mt. 11. 21; Jn. 15. 24).
Como se ve, es posible escapar al impacto significante y al poder demostrativo del milagro.

Respecto de esto se debe formular dos aclaraciones:

a) La primera es que la fe -en sí y por sí- es efecto no de un argumento o cúmulo de argumentos racionales, sino de un don gratuito de Dios.
Lo expresó claramente Jesús en el discurso que pronunció en la sinagoga de Cafarnaún: "Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió" (Jn. 6, 44). O sea, que no estamos capacitados para descubrir y reconocer, por nosotros mismos, al Dios de la revelación. Es éste quien toma la iniciativa de iluminarnos y dársenos a conocer.

¿Puede el hombre disponerse a la fe, abrirse en actitud de búsqueda y en espíritu de obediencia y de respuesta? Ciertamente. Enseguida nos detendremos a considerarlo. Pero, incluso en ese empeño a su cuenta, le es indispensable la gracia -preveniente, concomitante y subsiguiente- de Dios.

b) La segunda aclaración que debemos formular se halla en relación de complemento con la primera:
Dentro de la lógica de la fe, a la que el hombre adviene por la gracia, los signos de Dios no suelen imponerse con una evidencia tal que provoquen. Sin más, como efecto exigente, el sí personal del hombre.
El milagro es una demostración. Pero el hombre la debe hacer suya. La fe -decíamos- es fruto de un don gratuito. Pero ese don es endeudante en el mismo acto de darse. El hombre ha de invertir en él todo su dinamismo espiritual para redonárselo en intercambio de respuesta a Dios. Este espera que el candidato a la fe se aventure y afronte el misterio, que se consagre a una búsqueda trascendental, que indague, imagine y descubra. que se comprometa con su corazón y su vida. que empeñe, en fin, todo su caudal humano para encontrarse con la verdad.

Alguna vez, en el evangelio (Jn. 16, 17-21), Jesús compara la fe a las angustias de una mujer que va a dar a luz. Dios es un parto difícil de la conciencia humana. No lo sacamos adelante en nuestra vida sino a través de penosos desgarramientos espirituales que presupone el peregrinaje de la fe con su exigencia de docilidad interior, autenticidad de conducta y búsqueda apasionada.

Las reflexiones que preceden explican por qué Jesús se mostrara un tanto reacio a los milagros (Mt. 12, 38-39; Jn. 4. 48).

¿Sería la fe, verdadera fe, si permaneciera colgada de los asombros del milagro? La sed de milagros puede volverse insaciable. Y en tal caso se revertiría contra el sentido mismo de la fe. Esta es tanto más auténtica cuanto menos milagros necesita. En cualquier caso, si Dios alguna vez hace el milagro para despertar la fe del hombre espera, de ahí en más, que la fe del hombre llegue a ser tan poderosa que provoque, ella misma, el milagro.

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